Contemplando el crepúsculo [Axel]

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Toda ciudad encierra su laberinto de callejones abandonados; esa red de calzada húmeda, paredes mohosas y cubos de basura malolientes que no conviene visitar, como ahora, cuando la luz comienza a caer en un derroche anaranjado dando paso a la noche. Solo los gatos se atreven a ello, o aquellos lo suficientemente extraños como para considerar esos escenarios algo de lo que extraer belleza, pese a su putrefacción. Bueno... puede decirse que ella se engloba en ambos grupos.

Como aparecer normalmente, andando o girando una esquina, jamás entraría entre sus prioridades, pronto se escucha el sonido metálico de la escalera de incendios de un callejón especialmente solitario, y vibra a medida que la figura ágil de extraño aspecto se desliza grácil hasta quedar sobre una plataforma a un par de metros sobre el suelo. Allí se queda, arrodillada, cruzándose de brazos sobre la barandilla y llevándose de cuando en cuando un cigarrillo a los labios. La humareda vuelve su rostro, ya de por sí etéreo, algo onírico; quizá en parte por sus ojos pardos despiertos y enigmáticos, que se dedican a recorrer cada rincón del callejón, y del cielo más y más violáceo y plagado de estrellas, para germinar algo en su mente. Un cuento, una historia, una melodía de violín... bueno, algo. Quién sabe.

Esa peculiaridad, sin embargo, contrasta con fuerza con su aire de vagabunda gata callejera, delatado por su atuendo: una camiseta blanca rota en picos, de modo que su torso tatuado con el ala dual de ángel y demonio queda a la vista; una falda escocesa corta, medias de rejilla, calcetines de líneas rojiblancas hasta medio muslo, botas militares, una ingente cantidad de pulseras de cuero y, cómo no, la inseparable gargantilla con el cascabel que tintinea a cada suave movimiento, acentuando el parecido con su animal metafórico. De vez en cuando se aparta del rostro, en el cual destacan sus labios tan rojos como el corazón de su mejilla, algún mechón rojo rebelde que escapa del improvisado moño alto. Una reminiscencia victoriana.

Como tantas otras veces en su extraña vida, se dedica a disfrutar de la soledad y del silencio, al margen de las juergas que suelen montarse sus neuronas cuando la asfixian con brotes de imaginación.

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Acompañado por un par de hombres, ambos de aspecto desaliñado, con el cabello graso y algo canoso, y ropas sucias y rotas que habían vivido tiempos mejores. En cambio él hoy vestía completamente de negro, tanto los pitillos desgarrados por algunas partes como su camisa arremangada, dejando así ver los distintos tatuajes de sus brazos; la única nota de color la daba su corbata, de un gris plateado y moteada del mismo color que había decidido vestire hoy. Los tres se internan en uno de los innumerables callejones que plagaban Bucarest, que como cualquier ciudad en la que está apunto de caer la noche, la parte más oscura y para algunos triste, despierta e inunda las calles con su corrupción.

Sus dos acompañantes se mantenían serios y nerviosos, quizá porque ya necesitaban su dosis, pero él en cambio parecía macabramente divertido y alegre en un lugar como ese, tatareando una canción entre dientes. La canción parecía ser un reflejo de la realidad, ya que el cielo estaba nublándose poco a poco y de un momento a otro parecía que se pondría a llover.

Se paró cuando pensó que ya era suficente andar, y se giró hacia ellos, quitándose el sombrero y dejando como siempre la parte hueca hacia arriba.

-A ver... lo de siempre, serán 50 leus entre los dos-Aquellos dos hombres estaban enganchados a la peor droga que había creado el ser humano, el crack, mezcla de la mayor basura que había con la cocaína en base. El precio tiradísimo, la adicción extrema... y la destrucción absoluta. Pero bueno, los negocios eran los negocios, al fin y al cabo él no les puso una pipa en la sien para que se drogaran la primera vez-Venga chicos, no tengo todo el día...

Uno de los hombres extiende la mano, dejando su parte del dinero dentro del sombrero, pero el otro, en lugar de sacar dinero, saca de su bolsillo una jeringuilla con la aguja oxidada, apuntando amenazante a su camello.

-Roman... sabes que no quieres hacerlo-Su voz suena tranquila, pero no porque en ese momento intentara tranquilizar al que podría ser su asesino, fuera de la vista de cualquier persona, si no porque parecía que no era la primera vez que le pasaba y parecía tomárselo con filosofía-Si lo haces te quedarás con la droga, pero quién te dice que tu compañero no te lo haga a ti después... sin contar que dudo que encontreis a alguien que os la deje tan barata como yo. Así que piénsalo... pero rápido-Ahora su voz había pasado a sonar impaciente, le jodía mucho que sus propios clientes le amenazaran, y le ponía de mal humor que encima dudaran si atacarle o no. Así que ni corto ni perezoso, y para que pensara más rápido, coloca las dos pequeñas bolsitas con la mercancía delante de las narices del tal Roman. Un par de segundos después había guardado la jeringuilla, había colocado el dinero dentro del sombrero y ya se marchaban por la dirección que habían venido.

En ese momento, el sonido de un cascabel llega a sus oídos, y rápidamente se gira hacia el lugar de procedencia. Una chica que parecía haberse escapado de su ejemplar de 'Orgullo y prejuicio y zombies', pero adaptada a un estilo más moderno y urbano, estaba sentada sobre su cabeza en una plataforma metálica. En lugar de dar un respingo al encontrarse de repente a una desconocida con aire etéreo en el mismo lugar que él, coge las monedas guardándoselas en los bolsillos y se encaja el sombrero adecuadamente.

Saca un cigarrillo mirando a la chica de rojos cabellos y rebusca en sus bolsillos el mechero. Frunce el ceño, no lo encontraba. De repente, se le ilumina el rostro, cuando arremangándose aún más las mangas de la camisa y gesticualndo teatralmente con las manos, su zippo plateado aparece entre sus dedos y se da fuego con él, guardándolo después con una sonrisilla divertida. Un pequeño truco de magia.

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El sol termina de ocultarse frente a ella, al oeste, generando un manto que se extiende sobre las siluetas de los bosques circundantes a Bucarest, creando un ejército de pinos y robles negros y púrpuras. Realmente lamenta no haber traído su violín, o su cuaderno de dibujo, o por lo menos una hoja mustia sobre la que trazar lo que mente y su alma necesitan expulsar... porque, aunque otros no puedan verlo, es una necesidad vital ansiosa. ¿Por qué, por una vez, no puede dedicarse a ver nada más que un bosque al anochecer, en vez de un habitáculo mágico de elfos, duendes y hadas? La corrupción del callejón se le superponía en un cuadro de contrastes en el que la decadencia es incapaz de tocar semejante hechizo, y ella no es más que una poetisa que sobrevive en él avanzando con pies mortales.

Apenas desciende de las nubes cuando escucha y percibe a las presencias cercanas. Sigilosa y astuta como puede serlo una superviviente como ella, se limita a girar levemente la cabeza, a acomodar mejor los brazos sobre la barandilla y a contemplar la escena. Apenas entornar ligeramente los párpados y alzar las cejas es todo cuanto hace, introduciendo una tras otra las piernas entre las oxidadas barras de la escalera y balanceándolas como una niña curiosa. Si la escena la sorprende, la aterra o la fascina, no se sabe. Como siempre. Sus ojos observadores, sin embargo, parecen ya habituados a contemplar situaciones similares y a planear posibles estrategias de escape, mientras de cuando en cuando le da caladas a su cigarrillo a medio consumir: es frágil... pero también lista.

No ocurre nada, sin embargo, pues el excéntrico mercader se las ingenia para salir victorioso de la contienda, que sus ojos pasan por un filtro para transformarla en un duelo de lores medievales. Les ve irse y luego centra su atención, con fijeza, en él, sosteniendo su mirada sin miedo y con aquella chispa de curiosidad implícita. Una que, sin embargo, no mengua el enigma de su mirada. Si una cosa se puede decir de Dafnée es que jamás juzga, y de hecho los cancerberos oscuros que nadan a contracorriente en el curso del destino no le producen temor, sino que más aún estimulan su imaginación. Tal vez sea la sensación que da, de que puede leer más allá de las personas, sea eso cierto o no.

Así que ahora tan solo ladea la cabeza, dibujando un tenue asomo de sonrisa al comprobar sus gestos cual mimo ofreciendo un espectáclo circense. El truco del zippo es sencillo, pero su gracia consigue arrancarle una sonrisa sesgada más acentuada. Con un donaire extraño en una vagabunda como ella, junta los dedos de las manos, haciendo notar sus uñas pintadas de negro, y aplaude tres veces de forma suave y breve.

- Magnifique... - comenta con un deje irónico, amable y dulce sin embargo, tanto como su voz melódica; aún no llevaba demasiado tiempo en Bucarest, así que de cuando en cuando no podía evitar lanzar comentarios en su lengua materna. Dándole otra calada al cigarrillo recoge las piernas, se acuclilla sobre la plataforma de metal y se aferra con las manos a las barras, arqueando ligeramente la espalda para observarle mejor. Todo lo hace con inconsciente sensualidad, y con una curiosa torpeza fluída que hace pensar en una muñeca de porcelana con vida propia - ¿Qué más sabes hacer, monsieur mago?

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Acentúa aún más esa sonrisa divertida que tenía dibujada en el rostro cuando descubre que ese pequeño y sencillo truco había hecho sonreír a aquella chica, dándole un toque entre aniñado y macabro a lo rasgos de su cara. Da después un par de pasos atrás grácilmente, casi como si se tratase de un bailarín con una coreografía premeditada, y juntando los pies realiza una exagerada y pomposa reverencia hacia aquella muchacha en respuesta a sus aplausos, quitándose el sombrero y llevándoselo al pecho, sin perder el toque burlesco en cada uno de sus movimientos.

-Muchas gracias, muchas gracias...-Se dirige hacia todos lados haciendo pequeña sinclinaciones, como si estuviese ante un invisible público deseoso e ver más de aquel artista. Mira directamente hacia la muchacha, y alza el brazo saludándole, como si fuese un torero brindando el espectáculo a su amada en el palco. Una risa silenciosa hace que convulsione sus hombros-... por favor, llámame Axel, un auténtico placer señorita, a sus pies...

De nuevo una más exagerada reverencia aún, dando a es gesto tan caballeroso antaño un significado mucho más humorístico. Se incorpora encajándose firmemente el sombrero en su cabeza y da una honda calada a su cigarrilo. La chica sin lugar a dudas era francesa, solo había que escucharle hablar, y estaba casi seguro que habría disfrutado más la vida hace unos siglos que hoy en día, pero nunca llovía a gusto de todos. De lo que sí estaba seguro era de esa belleza etérea y casi fantástica casi palpable, y que a pesar de intentarlo, le costaba dejar de mirarla en una mezcla entre fascinado y curioso.

-¿Qué más se hacer?... puedo deleitarte con mi dulce voz...-Una sonrisilla traviesa se dibuja de nuevo en el rostro, y aclarándose la garganta, comienza a tatarear un ritmillo de una canción, a la vez que dejaba que sus pies y su cuerpo se moviesen al compás- Somewhere, beyond the sea...

Comienza a cantar finalmente, y a pesar de que no había entrenado su voz para cantar jamás, podía decirse que no lo hacía realmente mal del todo. Mientras cantaba, se movía delante de aquella muchacha al ritmo de su propia voz, realizando medias vueltas y algún que otro movimiento que, aunque innecesarios, daban un aire más humorístico a aquella improvisada actuación.

A mitad de la canción y acercándose a un contenedor, recoge una vieja escoba, que daba cobijo a ratas e insectos, y comienza a utilizarla como pareja de baile, moviéndose con ella como si realmente fuese su acompañante de carne y hueso. Poco a poco, y conforme más avana en la actuación, lanza la escoba a un lado haciendo así que se escuche un agudo maullido y subiendose al mismo contenedor del que había sacado a aquella pareja de baile, comienza a bailotear sobre la metálica y sucia tapa de este. Unos últimos botes, haciendo así que se hundiese poco a poco la tapa, y después un giro que acaba con él con una rodilla hincada en el contenedor, el sombrero en una mano, y los brazos extendidos, indicaban que aquella canción había finalizado.

-C'est fini-Ríe sonoramente, con el rostro perlado de sudor por el constante movimiento que había tenido en el baile, y dando un pequeño salto baja finalmente de aquel contenedor.

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Los gestos del curioso mago son tan extraños y excéntricos como su propio aspecto, o su mirada delineada en negro; la hacen pensar en un extraño payaso de exagerados movimientos, un títere manejado por cuerdas invisibles pese a que el titiritero sigue siendo él mismo. Sin duda unas características que a cualquier persona normal le harían recular asustada y alejarse con prontitud de él... bueno, si algo queda claro solo con verla es que ella no entra precisamente en la definición de "normal".

Asiste a su peculiar actuación como una dama del siglo XIX en el palco de un lujoso teatro. Claro que las damas por aquel entonces tendían a sentarse como señoritas, y no a vestir andrajos de peculiar colorido o, sencillamente, permanecer apoyada sobre la barandilla de la plataforma medio acuclillada. Guarda silencio todo el tiempo, solo respondiendo a sus palabras, o a su presentación, con una sonrisa un tanto más acentuada, aunque aún indescifrable. Y ya cuando empieza a cantar es directamente la sonrisa encantada de una niña en el circo; deja escapar una suave risa mientras le observa, dejándose llevar con suma facilidad por su voz, la melodía y la letra misma de la canción, cerrando los ojos para ver más allá de sus párpados el escenario de una extensa playa de arenas doradas bajo el crepúsculo, barcos navegando hacia el horizonte en la lejanía y la silueta de una esperanzada mujer aguardando el regreso de su amado. Y además lo imagina con todo lujo de detalles, otorgándole a su visión tactos, olores y sensaciones; tanto, que casi podría ser real... o, de hecho, para ella lo es, y necesita que así sea.

Pronto los abre, sin embargo, para reír abiertamente con el exagerado baile de su escoba. Cuando acaba se endereza y con fluidez se sienta sobre la barandilla, recogiendo ligeramente las piernas y aplaudiendo con sinceridad.

- Bravo, señor - comenta como la hija de una familia noble felicitando al trovador contratado para una velada en palacio, aunque su sonrisa sesgada y algo en el timbre de su voz le confiere a sus palabras un aire pícaro. Apoya las manos a ambos lados de las caderas, ladea la cabeza y balancea las piernas con cierta extravagancia infantil - Hum... creo que ellas son testigos del nacimiento sin precedentes de un auténtico bardo - señala con el índice y los ojos el cielo, refiriéndose, obviamente, a las estrellas; algo que en ella es muy normal - En estos tiempos no abundan...

Con el raro donaire "urbano" característico en ella, se da la vuelta y se cuelga sobre la plataforma para comenzar a deslizarse con la agilidad de una serpiente, aferrándose en puntos estratégicos del metal con las manos y la suela de las botas. Cuando está a menos de dos metros salta y aterriza limpiamente sobre un sucio charco de agua. Cómo se las ingenia para que ese y sus siguientes movimientos resulten elegantes, es todo un misterio; al caso es que tuerce los labios y apoya el índice en su mejilla, meditabunda, depositando los ojos en un punto concreto entre los contenedores. Hacia allí se dirige, arrodillándose y gateando entre las sucias bolsas sin ningún tipo de reparo, buscando algo... cuando sale, tiene entre sus manos un pequeño, sucio y flamélico gato negro, el mismo cuyo maullido había sonado cuando Axel lanzó la escoba. Se queda en el suelo y lo alza, frotando suavemente la nariz contra la del animal.

- No hay que maltratarles... ellos ven mucho más de lo que las personas creen - le mira de soslayo y, tras soltar semejante enigma, se encoge de hombros casi disculpándose, como si no acabase de decir algo sumamente raro. De un salto se sienta sobre el contenedor con las piernas cruzadas, haciendo resonal el cascabel y dando la impresión de que ella no es menos felino que el pequeño que se retuerce sobre sus piernas. Pero ahora no le mira a él, sino al trovador, entornando los ojos y dejando que en su mente se tracen unas líneas que luego plasmará con gusto sobre su cuaderno - Yo soy Dafnée. Un placer... - se presenta tardía, dado que él lo había hecho. Alza las cejas y vuelve a recoger las piernas, pareciendo frágil pero a la vez astuta - Y me preguntaba, maese mago, si me dejaríais haceros un retrato - sonríe - Es el mínimo pago que puedo ofreceros por vuestro delicioso espectáculo.

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Se coloca el sombrero bien encasquetado en la cabeza, sonriendo ampliamente y caminando hacia la muchacha, Dafnée, mientras esta halaga su actuación. En sus mejillas se puede ver como el color rojo propio de la turbación comienzan a teñir estas, pero tan solo levemente, y parece qeu rápidamente vuelven a su color habitual: un blanco pálido y casi enfermizo, característico en él.

Observa a las estrellas, y casi puede ver a los Antiguos Dioses de extintas civilizaciones observar su espectáculo, habitando en las estrellas, o simplemente a aquellos cuerpos incandescentes celestes observandole y saludándoel con una sonrisa. Sus ojos brillan y, extendiendo las manos hacia arriba dedica un poderoso 'HOLA!' hacia nadie visible, pero él sabía que a alguien le llegaría... aunque fuese al vagabundo de la siguiente calle.

- Muchísimas gracias jóven damisela... -Se inclina de nuevo ante ella, mientras observa como baja de su elevada plataforma, como si se tratase de uan noble que quiere felicitar a un humilde juglar por hacerle pasar unos minutos inolvidables.- Es cierto, quedamos poco de los mios en activo, los poderosos pretenden acabar con nosotros... pero nunca lo conseguirán- Alza el puño, apretándolo con fuerza y perdiendo su mirada en la nada. Jamás sería derrotado por todos aquellos que vivían en sus fantásticas casa de dos pisos con jacuzzi y con un yate privado en el puerto deportivo. Pero... ¿esto acaso tenía algo que ver?. Quizá sí, quién sabe.

Es entonces cuando ve como se dirige al lugar donde poco antes había lanzado la escoba, volviendo con el pobre gato que hbía recibido en sus carnes el golpetazo de la escoba. Temblabla, seguramente por una mezcla de frío y miedo, pero cuando Daf lo coge y lo acaricia sus temblores parecen desaparecer.

- Oh sí... Constantine los utiliza para viajar al Inframundo, son más de lo que aprecen... -Dice con aire distraído, acariciando con el dedo el morro del gato que estaba sobre Daf. Seguramente cualquiera que lo escuchara pensaría que le estaba tomando el pelo a aquella muchacha, pero alguien más observador podría percibir que no había burla de ningún tipo en sus palabras, lo decía completamente en serio. Alza una ceja cuando ella se ofrece a dibujarle en pago por la actuación, así que sin pensárselo dos veces y con una amplia sonrisa en su rostro, se da media vuelta y dando un par de pasos atrás, coloca un pei encima de una pequeña nevera y se mesa la barbilla, adoptando una posición que recordaba al pensador de Rodin.- Sácame de este lado... es mi perfil bueno, ya sabes... -Sonríe mirándola de reojo e inmóvil en aquella posición, intentando no moverse ni un milímetro para no cagar el supuesto dibujo.- Por cierto, me esperabas aquí para hacerme un dibujo o estabas aquí poo algo... no sé, quizá tengas el don de la clarividencia y has venido a avisarme que yo seré quien salve al mundo... -Era su forma de preguntar 'Qué haces por aquí', aunque realmente por unos segundos puede verse el brillo de la emoción en sus ojos, casi como si desease que eso fuese verdad.

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Las peculiares manías del extraño trovador no parecen impresionarla en lo más mínimo, al menos no en el sentido mundano y lógico de cualquier persona normal. Bueno... salta a la vista en más de un sentido que ella no es normal. Por eso, mientras el gato juguetea entre sus brazos con el cascabel de su cuello, ella también ladea la cabeza y apoya la barbilla en la mano con una tenue sonrisa. Una sonrisa de las suyas: a un tiempo rezumando dulzura infantil, a otro un misterio intenso que habla de un rompecabezas irresoluble: ella misma. No queda claro qué ve en las estrellas, pero no debe de ser una visión demasiado alejada de los antiguos dioses a los que saluda él; y, llevándose un dedo a los labios, emite un suave "shhh" antes de susurrar:

- No les perturbes. Ahora nos están mirando... ¿no los sientes? - nada. La completa nada, es lo que resuena en el callejón, además de los maullidos del gato o el arrastrar de las botas militares de la joven cuando balancea los pies como una niña, sin dejar de mirar las estrellas. Sin embargo para su mente, para su sobrehumana capacidad sensitiva, hay "algo", y parece dar por sentado que él también lo percibirá. Y cuando se acerca para acariciar el gato, el vez de recular con recelo (de nuevo, lo que haría cualquier persona 'normal'... pero que no, que ella no lo es), acentúa la sonrisa con una suave risa cuando acaricia al animal, que pese a todo también parece relajarse en presencia del mago. Su comentario, lejos de nockearla, la hace encogerse de hombros con completa serenidad - Eso me han dicho... al igual que son protegidos de la diosa Bastet. Quizá ella también nos mire ahora y sonría...

Le rasca las orejas al animal y, quizá esta vez dando un tenue indicio de sorpresa, da un leve respingo cuando su acompañante vuelve a alejarse como un niño pequeño. Silenciosa como un felino se desliza por detrás del contenedor para cruzar sobre él los brazos y hundir a medias el rostro en ellos, solo dejando al descubierto sus vivaces y profundos ojos y parte de su roja cabellera. Ahora más que nunca parece un hada, o un travieso duendecillo observando a un mortal; lo sea o no, la verdad es que no puede evitar soltar una sonora carcajada, musical pese a todo, al ver la pose que adopta. Igualmente difícil le resulta contener sus ansias de retratarle.

- Hum... por desgracia carezco ahora del material adecuado - comenta con un suspiro de pesar, apoyando el dedo índice en su mejilla. Sonríe: no se ve, pero sus ojos se entornan dando fe de ello - Pero no importa: os prometo solemnemente que lo haré cuando volvamos a vernos - y he ahí otra prueba de su rareza: sabe, con completa convicción, que volverá a verle, como si el destino hubiese hilado un tapiz caprichoso del que no pretende ni desea escapar. Se apoya en el contenedor para volver a hacer visible medio cuerpo, encogiendo los brazos y arqueando la espalda. Parece meditar su pregunta, torciendo graciosamente los labios y mirando otra vez al cielo - Si hay que salvar al mundo... es probable que ni a ti ni a mí nos toque ese papel. Quizá debamos destruírlo y dejar que renazca - lo dice con total sencillez y ternura, mirándole de nuevo a los ojos y sonriendo más ampliamente - Aunque quizá solo estaba aquí para hacer lo mismo que tú: huír de la realidad - su halo de misterio se acentúa más, si cabe, antes de añadir como una niña pequeña que se queja de no tener nada con lo que jugar: - ¿No la odias...?

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