Es tarde. Muy tarde. La gente entra y sale sin parar y el bullicio se hace oír desde fuera aun cuando se cierra la puerta. Todo el mundo parece lo suficientemente animado, drogado, bebido o cualquier combinación de las tres cosas como para estar razonablemente alegre para el observador ajeno.
Todo el mundo, excepto Yorick.
Ese no es su entorno. Casi puede oler la corrupción y el fantasma del vicio no le deja en paz. En un rincón, camuflado en el local con una chaqueta de cuero sobre una camiseta negra raída y unos pantalones vaqueros gastados, Yorick observa. Tiene un nuevo objetivo y van a pagarle bastante bien. Sabe, además, que su objetivo merece ser castigado.
El nudo en su estómago, al que ya se ha acostumbrado y a cuya compañía se resigna, está de acuerdo.
Es una mujer. Una mujer que, para cualquier otro, sería hermosa. Alta, de curvas sensuales y más que turgentes pechos que se contonea embutida en la ropa más ajustada que ha podido encontrar. Es pelirroja, pálida.
Y a Yorick le aterra.